Lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido, Otto von Bismarck, el canciller de hierro, no pronunció jamás la frase que se le atribuye. Pero fuera quien fuera su autor, la cínica sentencia encierra una gran parte de verdad. España ha vivido la guerra de independencia, guerras de sucesión, golpes de estado, intentonas, sublevaciones asonadas, rebeliones cantonales, guerras civiles, además de caída de la monarquía y asesinato de dos presidentes de gobierno.
Es muy difícil encontrar en el mundo un país con mayores motivos para sentirse orgulloso de su pasado y de su capacidad para superar los retos a los que ha sido sometido a lo largo de la historia hasta convertirse en una de las democracias más avanzadas del planeta. Y, sin embargo, es imposible hallar una nación más empeñada en pedir perdón por su pasado y su presente y más dispuesta a la autoflagelación. Es cierto que el independentismo catalán y el populismo rampante llevan años empeñados en presentar a España como una nación zafia, pobre, atrasada, autoritaria y franquista. Pero también que tenemos una clase política que se muestra incapaz de atacar de frente ese discurso ruin y que prefiere contemporizar con la antiespaña, compartiendo con ella la sandez de que nuestro actual modelo democrático está agotado y por ello es necesario modificarlo de arriba a abajo, aunque nadie nos diga cómo ni para qué.